La escena que todos los chilenos conocemos. El palacio de La Moneda en llamas, nubes de humo, incertidumbre, el descabezamiento de una nación en crisis. La supuesta salvación en manos del ejército, la desesperación de unos, el alivio de otros. Un Chile polarizado, sumido en una crisis social profunda, heridas que no sanarán con la intervención militar, sino que –por el contrario- se harán más profundas. La historia de este período se escribe con fuego en la piel de quienes lo vivieron. Actores políticos y civiles atormentados por el recuerdo de aquella época en la que miles de caras -algunas conocidas, muchas anónimas incluso hasta hoy- desaparecieron sin dejar rastro. Un 11 de septiembre fatídico para el país. Un sólo día que bastó para cambiar el curso de la historia del país. Estudiar la historia es un volver a sentir, a recrear lo que no se vivió, pero aún así, forma parte de nuestra realidad, de nuestra formación. Las decisiones tomadas en el pasado se ven tan lejanas –y a veces tan absurdas- que cuesta entenderlas. Todo se debe estudiar en su contexto, con los matices propios de la época y es así –sólo así- como las nuevas generaciones vamos entendiendo, nos vamos sanando, reconciliando, e incluso perdonando. Para entender lo sucedido el 11 de septiembre de 1973 debemos mirar hacia atrás. Más atrás. Ya en los años 60, el escenario social comenzaba a encenderse. La polarización era inminente. Parece ser que, mirándolo desde nuestra posición de estudiantes y bajo análisis histórico, el gran responsable de los movimientos políticos era la DC. El partido más flexible, el partido que tenía en sus manos la capacidad de aceptar o rechazar a su antojo. El partido más camaleónico de nuestro país era el “bonus” del quehacer político. Elecciones presidenciales de 1970. Eduardo Frei Montalva, quien había iniciado el período de transformaciones sociales a través de la reforma agraria, quien había llegado al poder gracias al temor de los partidos de derecha por la “amenaza socialista” -los cuales apoyaron su candidatura- dejaba al país con una incipiente sensación de fuerzas opuestas. Las clases bajas habían logrado mayores beneficios, la redistribución de las tierras amenazaba las antiguas estructuras de poder y la clase media, siempre susceptible a los problemas políticos y económicos, parecía quedar desprotegida. Chile estaba dividido en dos claras fuerzas antagónicas y el surgimiento de la candidatura de Salvador Allende parecía indicar que el levantamiento obrero y el surgimiento de estos nuevos actores sociales cobrarían más fuerza de la esperada. En 1970, el favor de los electores recae en el candidato del partido socialista Salvador Allende, quien, apoyado por los partidos de izquierda (comunistas, socialistas) y la siempre ambigua DC, pasa a ser Presidente de la República junto a la nueva coalición gobernante: La Unidad Popular. Una Unidad popular que se siente y que se vive con más fuerza que nunca en el país. Las tendencias izquierdistas cobran fuerza y se comienzan a implementar una serie de cambios ligados a mejorar la condición y calidad de vida de obreros, campesinos y todo aquel que hasta ese entonces parecía no tener cabida en el bienestar social. El fervor político se apodera de todos, tanto a favor de la UP como en contra. Es en esta época donde se ve un vuelco de los partidos tradicionales de derecha hacia la protesta callejera. Tal como lo hicieron los obreros y como suelen manifestarse los “upelientos”, los simpatizantes de la derecha chilena no ven otra salida más que la fervorizada expresión callejera de protesta y disconformidad hacia la crisis económica en la que se ve sumido el país. El 11 de septiembre de 1973, el gobierno constitucional del Presidente Salvador Allende es derrocado por un golpe de Estado, dirigido por una Junta Militar del Ejército, la Marina, la Fuerza Aérea y los Carabineros de Chile, actores sociales que nunca en la historia de nuestra nación habían asumido el control total del quehacer político del país. Fuerzas acostumbradas a obedecer, a servir a la patria, se reunían en torno a una idea que parecía ser lógica: La “salvación y reestructuración económica y social del país”. Es imposible entender esta repentina vocación de “libertadores de la patria” por parte de las fuerzas armadas, sin comprender el fuerte apoyo de los partidos de derecha y la aprobación de un amplio sector ciudadano. Y sobre todo, gracias al espaldarazo dado por la DC, la que nuevamente cumple un rol fundamental, sólo que esta vez, inclinando la balanza hacia la derecha. Sin el apoyo civil, los uniformados no habrían logrado permanecer en el poder, por lo que, visto de esta manera, parecía ser que el golpe estaba legitimado. El sentimiento de quienes los apoyaron correspondía más bien a una necesidad de cambio, de restauración. Muchos pensaron que era la única manera de lograr la transición, considerando este período como una etapa de reorganización que culminaría con una nueva elección presidencial. Sin embargo, la transición duró 17 largos y represivos años, en manos de militares que poco sabían de trato humano, pero que parecían entender lo que el país necesitaba. Por el lado económico, la junta militar heredó una gran inflación del gobierno de Salvador Allende y la solución a eso fue reducir el gasto público, aumentar el IVA y despedir al 30% de los empleados públicos. Así, a excepción de la cesantía, los resultados económicos para el país fueron positivos. Recordemos también que contaban con el apoyo de EEUU, país que estaba en contra de cualquier brote de comunismo. Pero todo tiene su opuesto. Muchos chilenos fueron perseguidos, torturados física y sicológicamente y en muchos casos fueron detenidos y llevados a campos de concentración. Un caso emblemático fue el del Estadio Nacional, donde por las pantallas de la televisión se mostraba a gran cantidad de detenidos en ese lugar, y mientras los militares contaban a la cámara los cuidados y regalías que tenían los detenidos, tanto en su ropa y alimentación como en su estado de salud, la verdad –que hoy todos sabemos-es que allí se vivió una de las historias más terribles de nuestro país, donde muchos fueron torturados hasta la muerte. Este fue uno de los tantos lugares donde se ejerció con mayor crudeza la represión, sin que los detenidos hayan cometido algún delito grave, más que hacer valer sus derechos de pensar y expresarse libremente. Los agravios a los que se vieron sometidos no tienen olvido ni perdón. Hoy, la lucha sigue, cientos de familiares de detenidos desaparecidos exigen respuestas, justicia, información. Chile sigue estando en deuda. Muchas de las personas con las que vivimos fueron víctimas de esos abusos, incluyendo nuestra actual Presidenta, recluida junto a su madre en Villa Grimaldi y Cuatro Álamos. La historia no se borra ni se olvida. Es más, queda registrada para que la humanidad aprenda de sus errores. Lamentablemente, somos el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, y sólo resta entender, estudiar y analizar cabalmente la realidad dada en cada contexto histórico, para que las heridas del pasado se borren y sirvan de base para la construcción del futuro. |
Uy...ya reporteando y todo..
te agregare a mis links del blog y lo leere con mas calma..
pero me senti leyendo las columnas del diario xD
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:K.